Abres el armario, empiezas a rebuscar por toda su superficie a ver si encuentras algo para vestirte. Lo localizas. Suelen ser unos pantalones, antiguos, de hace un par de años, y tu objetivo es ponértelos. Error fatal, no te suben.
Comienzas a maldecir a todo lo que tienes alrededor y a acordarte de los antepasados del que tengas por tus cercanías. Crees que los años han pasado, que estás más rellenita, y que qué asco de todo. El único consuelo es ir a hacer la fatídica pregunta a cierta persona que misteriosamente se ha ido al estudio como quien no quiere la cosa. Hace que está viendo internet, pero en realidad no quiere aguantarte. Sabe lo que va a venir.
Un paso, otro paso, cara de niña buena e inocente, y dices:
- Cariño, ¿Tú crees que estoy gorda?
Respuesta en plan robot:
- No, cariño, tú jamás estás gorda, cariño.
Hasta aquí, suele ser el tópico de los tópicos, una escena que se ha podido repetir en todo hogar que se precie. Es lo habitual, y es lo que gustaría que pasara siempre. Sin embargo, me viene a la cabeza, la historia de cierta chica que se le ocurrió preguntarle eso a su pareja. La respuesta vino a base de hechos. Y qué hechos.
El energúmeno en cuestión, después de hacerle esta sencilla pregunta, vacío la nevera, sustituyó todos los yogures naturales por desnatados, la leche entera por más desnatado, cambió el azúcar por ese invento de sacarina, el chocolate por unas galletas integrales - lo que yo defino coloquialmente alfalfa- y empezó a buscar precios de gimnasios.
Tal vez a ustedes esta historia les haga mucha gracia, pero no tanta como a él, que le tocó dormir en el sofá con el perro durante una buena temporada. Así que, si alguna vez su pareja le pregunta si está gorda, quédense quietos, miren al techo, hagánse los despistados, y con la mejor de las sonrisas digan: no cariño, claro que no, cariño.
PD: y no, yo no era la amiga. El sofá hubiese sido demasiado dulce como castigo. |